Más aún, ¿Por qué les ponemos apodos?
Conocido por todos es la «marca Almoguera». El carpintero de Ribera Julián Almoguera bautizaba las barcas nacidas de su mano bajo el nombre «María Juliana» en honor a su madre María y su abuelo Julián.
Estas barcas posteriormente fueron renombradas como Fogonera, San Andrés, Victoria y Virgen del Carmen.
Anteriores aún, de la primera mitad del s.xx, son otras tantas que llegaron a ser conocidas más por sus apodos que por los nombres que rezan pintados en la aleta. Es el caso de las barcas de jábega María Josefa, más conocida como la lobo, la María Victoria, popularmente llamada «la japo», o la «salvaro» cuyo nombre titular es María.
Asignarle nombre a barcas, así como a otros objetos inanimados , vehículos, armas, es algo consustancial al hombre, nos ayuda a interactuar con ellos y los hace más nuestros.
A este fenómeno se le denomina antroporfismo y ha sido estudiado por la psicología profundamente, destacando los trabajos realizados por el profesor de la universidad de Chicago, Nicholas Epley. En ellos se advierte como los objetos más humanizados son aquellos en los que nos vemos más reflejados.
En un coche, los faros y la calandra frontal asemejan ojos y boca. Si además su comportamiento mecánico actúa irregularmente, de forma imprevisible, como por ejemplo fallos al arrancar, le asociamos atributos humanos, porque parecen actuar como tales, podemos insultarlo y desde luego cuenta con nombre propio.
Si esto ocurre con un coche, podemos imaginar con una barca de jábega, donde los ojos no están en sentido figurado, sino dibujados a ambas caras (amuras) de la barca.
Cuenta Pablo Portillo como el mandaor y jabegote Diego Zangorra, después de un pésimo papel de su barca en una regata, la increpó así: «ya no vas a pescar más y al sol te vas a quemar».
Son objetos con los que interactuamos como lo haríamos con un compañero y en los que depositamos cierto grado de confianza. De nuestra barca esperamos que tenga un comportamiento ejemplar, que nos traiga de vuelta a tierra sanos y salvos. Esto es algo que no le pedimos al picaporte de una puerta.
Algo similar le ocurre a un guerrero con su arma, a la que confía su vida.
Son ejemplos en los que nos convertimos en actores del realismo mágico, participando con naturalidad de esa realidad fantástica en la que los objetos inanimados cobran vida y la comparten con la nuestra.
Pero tranquilos, no estamos locos, simplemente somos humanos.
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